sábado, 15 de diciembre de 2012

VACACIONES EN EL MAR: EL AUTÉNTICO "TODO INCLUIDO" (III)

Capítulo I.
Capítulo II.


-Buenos días, señores pasajeros.  Les habla el capitán.  Son las siete treinta, hora local.  La temperatura es…
Abrí el ojo izquierdo, la única parte de mi cara que no estaba empotrada en la almohada.  No entendía nada.  Estaba en lo alto de algún sitio y, por lo visto, había hecho a saber qué con un fulano de voz distorsionada que me decía cosas raras.  Me apoyé sobre los antebrazos, miré hacia abajo y encontré a las abuelas desperezándose, cada una en su cama.  Por un segundo me asusté pensando que había cometido la locura de llevarme a alguien al camarote la noche anterior.  Cuán traicioneros pueden llegar a ser esos primeros instantes, al despertar, hasta que te sitúas en el espacio y el tiempo...  A.P. me miraba y sonreía con su carita arrugada.

-Hola, prezioza- saludó con la gravedad en la voz de quien habla por primera vez en el día. 
-Buenos días- intervino A.M., incorporándose.  -¿Qué tal habéis dormido?
-¡Ojú!  Qué güena la cama, shiquilla.  Yo me dormí enzeguida.  ¿Ronqué?
-Noooo- respondí irónicamente mientras me sacaba el hilo del tanga del culo aunque, teniendo en cuenta lo clavado que estaba, lo mismo me daba tirar de él a través de la garganta. -No roncaste.  Roncaron las dos.  Las felicito, un magnífico concierto.
-Jijiji- rió A.M.  –Es que a nuestros años sólo hacemos ruidos– se excusó.  Todas las personas de edad avanzada que conozco suelen quejarse de los achaques provocados por el paso del tiempo, cosa harto lógica.  Sin embargo, N., más que lamentarse, parece que se avergüenza, no tanto por la impresión que pueda causar a los demás (eso se la suda, lo sé de buena tinta), sino por lo que puede llegar a herir el orgullo y la dignidad el no ser capaz de controlar su cuerpo como antes.  Podría decirse que es verdaderamente una joven atrapada en un físico de anciana.

Bajé de la litera, me volví a poner la ropa que había usado durante todo el día anterior –passssssssando de cambiarme- y les propuse ir a desayunar en primer lugar y luego regresar al camarote para asearnos un poco, coger algunas cosas y salir a visitar Atenas.  Nosotras no habíamos contratado ninguna excursión, preferíamos ir a nuestro ritmo (bueno, al de ellas, jijiji).  Desgraciadamente, la primera bajada del barco fue un auténtico fiasco.  Resultó que los alrededores del puerto ateniense poco tenían que ver con lo que uno puede llegar a imaginar si se ciñe a la imagen de Grecia que nos ofrecen  los turoperadores y los documentales de viajes.  Para comenzar, tuvimos que dar una importante caminata por el caldeado asfalto del muelle hasta salir del puerto (medio kilómetro no es nada para mí, pero deben ponerse en el pellejo de dos señoras de ochenta años, con sobrepeso y problemas en piernas y pies).  Topamos entonces con una carretera de dos carriles para cada sentido, dividida por una pequeña avenida, que nos separaba de los comercios.  Miré a ambos lados buscando un paso de peatones pero, como era una curva enorme, no lograba ver demasiado lejos.  Comenzamos a caminar hacia la izquierda y, cinco minutos después, todavía no habíamos encontrado ninguno. 

-¡¡¡¿¿¿PERO QUÉ MIERDA ES ESTA???!!!  ¡¡Joderrrrrr!!, -grité desesperada.

-Jijiji.  Hija, no te preocupes.  Crucemos por cualquier sitio- me tranquilizó A.M.  Para ella era muy fácil decirlo pero yo ya estaba viendo sangre y vísceras.  Coño, que atravesarla teniendo en cuenta la velocidad a la que circulaban los coches era muy peligroso.  De repente, se me vinieron a la cabeza aquellos horribles problemas de matemáticas sobre móviles que te enseñaban en el cole: “Si el vehículo A va a 80km/h y B (Thais y sus abuelas) cruza los diez metros del ancho de la calzada a -10km/h, responde: a) ¿A qué distancia llegarán los miembros amputados de B? y b) ¿Cómo quedará A después de impactar con los 205kg de B (a mí sólo me corresponden cincuenta y cinco, ¿eh?)?”.  En lugar de resolver los cálculos, me dije a mí misma que no era momento para ponerme a flipar.

-Bueno, volvamos un poco para atrás, que había un trozo recto, y ahí pasamos-.  Me situé en medio de los dos carriles haciendo señas con mi mano izquierda por si venía algún coche.  Las hice cruzar ayudándolas con la derecha, subimos a la pequeña avenida, me coloqué de nuevo en medio de los otros dos carriles y pasamos lo que restaba.  Una vez al otro lado, respiré tranquila. 

Paseamos durante un ratito, yendo y viniendo, disfrutando más del hecho de estar pisando suelo extranjero que del entorno: edificios de viviendas y oficinas con sucursales bancarias y algún que otro negocio en los bajos, algún quiosco de prensa,  mas nada de interés turístico.  Pensándolo ahora, los colores, las construcciones y las caras que vi encajan mucho más con  las noticias relacionadas con la gravísima crisis económica y social que está atravesando el país que con los reportajes de Callejeros, donde gente joven y guapa (cómo me repatea esa expresión y el conjunto de lo que representa) de toda Europa disfrutan del sol y la fiesta, despreocupada, como si el futuro no dependiera de ellos.  Al percatarme del cansancio de las viejis, busqué rápidamente un bar donde sentarnos a refrescarnos y tomar algo.  Lo único que pude ofrecerles fue un antro con wifi en el que muchos trabajadores extranjeros de los barcos descansaban, chateaban, veían alguna película en sus portátiles o hablaban con sus familiares por skype.  Olía a sobaco y a pies (muchos se habían descalzado) y en el ambiente se respiraba –además de mucha peste- cansancio y penuria.  Se me pasó por la cabeza que se debían montar buenas fiestas por la noche. 

De vuelta en el barco nos pusimos un atuendo más cómodo (yo simplemente cambié los tenis por unas cholas) y fuimos a investigar por las cubiertas.  Más de la mitad de los turistas seguían fuera, así que daba gusto pasear (sí, soy abierta por un lado pero antisocial por el otro y prefiero que no haya mucha gente cuando voy a cualquier sitio).  Yo me recreaba con los empleados de los primeros turnos: un mulato por allí, un indio centroamericano por allá, un mestizo por el otro lado…  Brrr, necesitaba otra birra -la primera había sido en el bar pestilente-.  Al llegar a la cubierta más alta (bueno, sin contar otro trocito más arriba en el que un par de noches más tarde haría guarreridas) nos sorprendimos con la decoración festiva y un pequeño escenario.

-¡Es verdad!  A la una empieza la fiesta del inicio del crucero- recordé.  Busqué un lugar con sombra y coloqué dos hamacas.  Mis abuelas se despatarraron, quedaban muy graciosas.  -¿Qué quieren tomar?
-Yo una cervecita, hija-, pidió A.M.  Iba a por la segunda, igual que yo.  Mi pasión por la cerveza viene indiscutiblemente de mi familia materna.  Absolutamente todos (mi madre, mis tíos, mis abuelos, los primos y tíos de mi madre…) son cerveceros.  Seguro que tenemos alguna alteración genética relacionada con la cebada, el lúpulo y esas cosas tan ricas.
-Yo no .  Argo de limón pero zin gá'.

Fui al chiringuito que estaba justo al final de la cubierta.  Me asomé y contemplé abajo la piscina, la ducha, los jacuzzis… 
-Buenas tardes, Thais.  ¿Qué le pongo?-.  Reconocí la voz de la noche anterior, de nuevo desde atrás.  El mismo colombiano de pelo negrísimo, pecho hinchado y camisa estampada, otra diferente pero igual de hortera. 
-Hola- sonreí.  -Buenas tardes.
-¿Cómo pasó la noche?
-Bien, bien.  ¿Qué tal la fiesta?
-Bien, qué pena que no pudiera venir.  Se ve mejor con la luz- me aduló, pasándome el escáner de la cabeza a los pies.
-Gracias- ronroneé apoyándome en la barra y ofreciéndole todo mi escote.
-Viene mi jefe.  ¿Qué le pongo?

Regresé con la cerveza y el refresco de limón sin gas.  Si el “todo incluido” es, de por sí, algo increíble, se mejora notablemente sirviendo todas las bebidas en cubiertas en vasos de litro.  Y nada de garrafón ni cerveza aguada: buenas marcas y latas.  El resto del pasaje iba apareciendo y ocupaba todas las hamacas, pero a una distancia prudencial del escenario.  Se notaba que era el primer día y la gente estaba un poco “a la expectativa”.  Volví al bar para pedir lo mío.  Ya no estaba P. 

-Hola.  ¿Qué le sirvo?- me preguntó una chica muy pequeñita de Honduras.  Dudé por un instante.  Apenas era la una de la tarde y lo aceptable sería una birrita.  ¡Qué coño!  Ya no saldríamos del barco hasta el día siguiente y, además, yo no iba a conducirlo.

-Un fernet con coca, por favor-.  Seguí el ritual hipnotizada: hielo crepitando en el generoso recipiente, una botella virgen siendo desprecintada para mí, el líquido elemento chorreando provocador entre los cubitos y una lata cerrada para que yo hiciera el resto.  La abrí psss y empecé a verter el contenido en el vaso con mimo, con cariño, con cuidado de no exceder la cantidad exacta y necesaria para lograr el combinado perfecto.  Me sentía como una alquimista consiguiendo, al fin, el elixir de la eterna juventud.  El contacto del refresco con mi adorado brebaje era reactivo, casi sexual, dando como resultado esa inconfundible espuma oscura y espesa, esa capa densa y esponjosa que corona el mejor trago del mundo: EL FERNET CON COCA.  ¿Parezco una enferma?  Eso es porque no lo han probado…  Recogí un poco de la espumita rica con el dedo índice, me lo metí en la boca, me deleité con su excepcional sabor.  Elevé el sagrado cáliz en un gesto casi ceremonial, tomé un largo sorbo, frío, amarguísimo, intenso, negro…  Mmmm, negro…  ¡¡¡FOLLOW THE LEADER, LEADER, LEADER!!!  ¡¡¡FOLLOW THE LEADER!!!  “¿PERO QUÉ MIERDA ES ESTA?”, pensé, sobresaltada.  (Sí, repito mucho esta expresión diariamente.  No es que carezca de recursos literarios.) ¡¡¿¿QUIÉN OSA INTERRUMPIR MI TRANSMUTACIÓN DE ESTA VIL MANERA??!!  Retorné al mundo real, a las vacaciones con las abuelas, al crucero lleno de jubilados (con todo el cariño) y familias tradicionales.  Me giré y no sé si fue más impactante ver los sombreros que lucían los animadores que habían irrumpido en el escenario o a A.P. acercándose tan rápido como podía -sin su bastón- a la pista de baile y poniéndose en primera fila.  Jajajajaja, es la mejor.  Podría imaginar muchas cosas de mi abuela, esa que se había criado en un pequeño pueblo andaluz, esa que había guardado luto por mi abuelo casi diez años, esa que seguía yendo a misa los domingos, esa que camina apoyando sus setenta y tantos kilos (concentrados en menos de metro y medio) en un elegante cayado.  Podía imaginar muchas cosas, insisto, pero no que la vería danzando de forma obscena el “¿A dónde es que les gusta a las mujeres?  Ahí, ahí.  ¿Y cómo es que les hacen los hombres?  Así, así”.  Hice un vídeo. 

Almorzamos, descansamos un rato después de comer y pasamos la tarde en la piscina.  Nos duchamos (por fin, al menos por mi parte) y nos preparamos para la cena.  Metí la mano en el bolso con la idea de ponerme lo primero que sacara, esta técnica te permite ahorrar muchísimo tiempo.  El afortunado fue el  vestido azul: elástico, sin costuras, sencillo, comodísimo y que me había costado cinco euros.  Ideal para llevarlo sin nada debajo, total…  En Barcelona me abstenía de hacerlo pero ahí, ¿qué iba a pasar?  Sólo serían unos días, nadie sabía donde vivo (esa es mi preocupación; que me señalen, evidentemente, no).  Riñonera, las cholas y al piano bar a tomar algo que todavía faltaba un ratito para nuestro turno.
Al entrar al restaurante el aire acondicionado, algo más frío que en el resto de estancias, hizo que se me erizaran los pezones.  Ni preparado hubiera salido mejor. 

-Buenas noches- nos recibió (a mis abuelas, a los pitones y a mí) el atentísimo metre.  -¿Cómo están?-.  Esta vez, sólo a las impertinentes cimas de mis tetas.
-Muy bien.  Gracias, F.-, respondí dejándome cortejar.  La amabilidad no está de más.  Al fin y al cabo, yo no pretendía nada de él y poco importaba lo que él pudiera esperar de mí.  No tenía la intención de aceptar amantes de más de treinta (y eso, como algo excepcional), al menos en ese viaje.
-Señoras...  El chico las guiará hasta la que será su mesa lo que queda de viaje.

Aunque no era la misma de la noche anterior, el camarero sí.  N. nos saludó, nos entregó las cartas y nos sirvió las bebidas.  Yo quería tirarle onda, pero como compartíamos lugar con dos familias más (un par de matrimonios, cada uno con un hijo) me abstuve de ponerlo en un compromiso.  Cené poco y decidí centrarme en el vino, tinto, buenísimo que me subió lo que había tomado en la piscina durante la tarde.  No estaba ebria, pero sí bastante “relajada”.  Al terminar, propuse ir a ver un pequeño espectáculo de baile que realizaban en un bar de otra planta.  Cuando me acerqué a la barra para pedir las copas me encontré con M., la chica de la noche anterior.  Me comentó que al lado, pasado el casino, había una pequeña discoteca que permanecía abierta hasta las tres y media.  ¡¡De putísima madre!!  Me aterrorizaba la idea de que el deprimente piano bar fuese la única opción nocturna.  Le agradecí la información y le aseguré que allí iría en cuanto metiera en la cama a las niñas.

La disco constaba de una pista rodeada por varias mesas y cómodos sillones bajo la penumbra, una cabina con un dj de pacotilla que lo único que hacía era enlazar canciones y una barra de cinco metros que delimitaba la frontera entre los que estábamos allí para divertirnos y los que lo hacían para trabajar, los ricos y los pobres, los europeos y los latinoamericanos, los blancos y los negros…  Yo me confieso una amante de la barra de bar: ahí se cuece todo.  El resto de clientes van y vienen a ambos lados, pudiendo entablar infinitas conversaciones a lo largo de la noche.  También tienes la opción de charlar con el dueño o empleados, enterarte de lo que consume el resto, de quién debe dinero, de lo que sucede en la cocina y, además, desde esa posición privilegiada controlas el resto del local, como un vigilante en la torre de un castillo.  Para los que salimos solos, es el punto ideal.  Si te sientas en una mesa sin compañía, parece que llamas a los buitres.  Si aceptas la invitación de otros a compartir la suya, firmas un contrato de permanencia y limitas tus relaciones a los que están contigo.  En la barra eres libre de hablar con quien quieras cuando te apetezca, sin compromisos ni ataduras, o de centrarte en la bebida y dejarte llevar por esa extraña y embriagadora sensación de soledad que sólo se consigue estando rodeado de bullicio.

Elegí un taburete, me subí, saqué la tarjeta y pedí lo de siempre.  Tres camareros manejaban el cotarro: un cubano alto, negro y delgado, ni feo ni guapo; un costarricense de estatura media, piel tostada y complexión fuerte, aunque no demasiado definido; una mulata brasileña, flaquita y con rasgos angulosos.  Tomé un fernet, tomé otro.  Los empleados masculinos no parecían interesados a pesar de mi sutil pero evidente predisposición.  Tenía sentido.  Al fin y al cabo, eran “los chicos de la disco”, tendrían todas las mujeres que quisieran.  Tomé otro.  La música era una mierda, todos los éxitos de los tres últimos veranos.  Ni una bachatita, ni una salsa.  Aunque, bueno, ¿con quién iba a bailarla?  ¿Con los tiesos esos que brincaban arrítmicamente y a un metro de distancia unos de otros?  A mí lo que me gusta es que me restrieguen la cebolleta, sentir el vapor caliente emergiendo de mi compañero de baile, oler su sudor…  Fui a mear.  Bebí agua del grifo (es una técnica que tengo para que el alcohol me pegue menos).  “Joder, qué capulla, si puedo pedir un vaso de agua”.  Volví a ocupar mi asiento, pedí otro y sentí que alguien apoyaba su mano en mi cintura.  Me giré molesta, no tanto porque me sobaran sino por la idea de tener que sacarme de encima a algún blancucho atontado.  Nada que ver.  Era M., la camarera rubita. 

-¿Te aburres?
-Qué va, estoy manteniendo una interesantísima discusión con la bebida.
-Jajaja.  ¿Es que no conociste a ningún chico?-.  Creo que la miraba fijamente.  Era guapa, tenía la cara regordeta y blanca, pero no descolorida.  Aunque no me atraen los ojos azules, los suyos eran bonitos, le brillaban, y el pelo también, las luces intermitentes se lo salpicaban con destellos…  Seguimos conversando y, aunque no recuerdo sobre qué, lo imagino.  La descripción medio cursi que acabo de hacer de su rostro contrastaba con el aspecto masculino que le otorgaba el uniforme.  No estaba gorda, pero sí era ancha y sus gestos más la forma en la que me rozaba, ahora el muslo, ahora un brazo, ahora la espalda, me hicieron atar cabos. 
-¿Besaste alguna vez a una chica?- me preguntó.  Joder, sólo de recordarlo ya me estoy calentando, jajajaja.
-Sí.  Besar y otras cosas…- insinué, acercando cada vez más mi cara a la suya.  Pobre, seguro que la estaba matando con mi olor a escabio (alcohol, en Argentina).  No mentía, había tenido encuentros sexuales con varias féminas pero siempre en tríos, intercambios y cosas por el estilo, nunca a solas.  A mí me gustan también las mujeres.  De hecho, cuando veo porno para desahogarme (sí, tengo veintinueve y me mato a pajas, más que con quince, ¿y qué?), siempre busco vídeos de tías lamiéndose como sólo nosotras sabemos hacerlo.  Así me aseguro dos o tres corridas que me den un par de días de tregua en mi jodido constante estado de excitación.  Sin embargo, hacía tiempo que me apetecía un encuentro lésbico, íntimo y apasionado.  Su mano derecha reposaba ahora en mi muslo, disimuladamente, escondida entre su pierna izquierda y el pie de la barra.  Yo ya no me enteraba de lo que pasaba a mi alrededor, me importaban una mierda la música, la gente, los camareros (que seguro que se estaban quedando con toda la movida)…
-No puedo estar aquí porque mi turno ya acabó y si me ve algún superior me penalizan.  ¿Vamos al baño?
-Dale.
-Vete tú primero y yo te sigo.

Acaté sus instrucciones.  Me levanté y caí en que estaba bastante borracha.  Al llegar a los lavabos saludé a un chico, hindú o paquistaní tal vez, que limpiaba el de hombres.  Entré, me miré al espejo, me lavé la cara y me enjuagué la boca.  ¡¡Mierda!!  Por fin iba a enrollarme con una auténtica lesbiana (y no las típicas que lo hacen por complacer a sus parejas) y llevaba un reverendo pedo.  Tomé agua para intentar hidratarme un poco.  A través del espejo la vi colocar uno de los carteles de “Limpieza.  No pasar” y cerrar la puerta del baño con pestillo.

-El chico que limpia es amigo mío- me dijo acercándose y acorralándome contra los lavabos.  Yo estaba un poco nerviosa.  O eso creo.  Éramos del mismo tamaño.  Me besó.  Mmm…  Tenía los labios suaves, carnosos y mojaditos.  Qué rico.  Me gustaba.  Se me escapó un gemido.  Así soy yo, expresiva.  Me acariciaba los hombros, los brazos, las caderas…  Subió a las tetas.  Me metía la lengua hasta el fondo.  Brrr…  Joder.  Si besaba así no quería imaginarme lo que haría en otro sitio.  Yo no sabía por donde meter las manos, entre la borrachera y la complejidad de su atuendo no encontraba un trozo de piel.  Tiré de su camisa hacia arriba, sacándola del pantalón, y le colé las manos por debajo.  Estaba caliente, blandita y suave.  Me besó más fuerte, me metió la lengua más adentro y yo me excité más.  Me sacó una teta por el escote, la besó, la lamió, se la pasó por la cara…  Sacó la otra, las lamía, las mordisqueaba, disfrutaba, madre mía…  A mí se me aceleraba la respiración y la apretaba contra mí, clavando suavemente mis dedos en su espalda.  Volvió a besarme y llevó sus manos a mi culo.  Me separó las piernas con la suya y empezó a rozarme, moviéndose, moviéndome.  Subió lo corto de mi vestido.

-Mmm…  No llevas braguitas, qué cochina- me susurró en la oreja, metiéndome luego la lengua.  Por dios, cómo me pone la gente morbosa.  No hay nada más placentero que ver al otro disfrutar; al menos, no para mí.  Su  savoir-faire era el resultado de la combinación perfecta de alguien a quien le gusta lo que hace y que, además, sabe perfectamente lo que tiene entre manos.  No tenía prisa, acariciaba mis muslos, mi vientre, mi pubis, mis labios…  Suavemente, sin brusquedades.  Con la mano izquierda me arañaba la espalda.  Y me besaba.  Joder, esta tía era una máquina.  Me hacía sentir torpe e inexperta, algo que había olvidado hacía mucho a golpe de rodajes porno, orgías, una generosa colección de amantes y algún que otro cliente…  Volvió a lamerme los pechos y se arrodilló.  Me acariciaba las dos piernas con su cara apoyada en mi barriga, oliéndome, lamiéndome.  Yo me sujetaba al mármol y miraba hacia abajo, flipando.  Pasó sus manos por la cara interna de mis muslos y lamió mis hinchadísimos labios, despaciiiiiiiiiiiiiiiiito, hacia arriba, terminando en un leve mordisco, provocándome una mezcla de cosquillas y descarga eléctrica.  Joder…  Volvió a bajar, se coló entre los labios con la lengua, como si nada.  Esa lengüita suave y mojada.  Cogí instintivamente su cabeza con mi mano derecha, guiándola hacia donde me gustaba.

-Uh, así, así…  Qué rico…- jadeé, mordiéndome el labio inferior.  Alzó la mirada y, al ver la cara que debía estar poniendo, aumentó el ritmo y la intensidad mientras emitía unos extraños sonidos guturales.  Tenía toda su lengua dentro de mí.  Esa sensación es increíble.  Mira que a mí me vuelve loca sentirme ensartada por un enorme y duro rabo.  Sin embargo, una lengua bien llevada, de esas que se escurren por todos los rincones…  Buf, eso puede arrancarle el placer a cualquiera aunque no quiera.  Bueno, a cualquiera ¡MENOS A UNA BORRACHA QUE PARECE MENTIRA QUE A ESTAS ALTURAS NO HAYA APRENDIDO QUE CUANDO BEBE MUCHO SE DESHIDRATA Y NO CONSIGUE CORRERSE!  Sí, esa es la menda…  Ahí estaba yo: viviendo la situación que tanto había deseado, con una de las mejores lamedoras que jamás conocí, arrodillada entre mis piernas, esmerándose, devorándome, succionándome como si quisiera sacarme al diablo con la boca y no iba a poder correrme y agradecerle su abnegación con mis jugos y convulsiones.  Pero esto ella no lo sabía.  Ahí seguía, perseveraba con su lengua y sus labios…  Había colocado el índice y el corazón de su mano derecha dentro de mí, consiguiendo una estimulación total, o eso pensaba.  Eso pensaba hasta que consiguió que mi culo le pidiera el anular…  Madre mía, con todos los agujeros tapados, la lengua sin parar y la otra mano apretándome las carnes, esa mujer me iba a matar…  Yo jadeaba, gemía, me movía, me quejaba, me desesperaba de gusto.

Y llamaron a la puerta.  M. no se detuvo, pero al ver que insistían, paró.  Se incorporó y me pidió que pasara a uno de los baños.  Abrió la puerta y mantuvo una breve conversación con alguien.
-Me tengo que ir, esos cabrones le dijeron a mi jefe que estoy por aquí.
-Bueno, lo siento.
Me besó y desapareció.  Yo me quedé desorientada.  Hice pis y me limpié un poco el kilombo de babas y flujo que tenía entre las piernas.  Miré el reloj.  Eran las tres.  Bebí agua del grifo y me fui a dormir.

Continuará...