lunes, 24 de septiembre de 2012

EL TRIPI, LA RUSA Y EL PIE DE LA RUSA

A Clío.


La historia que me dispongo a contar trata sobre una de las situaciones más morbosas que me han sucedido...

Supongo que he normalizado tanto el sexo en mi vida que a veces olvido que, en el placer humano, el cerebro es, posiblemente, más importante que cualquier otro órgano interviniente.  Las fantasías, el erotismo, lo que no se ve pero se intuye, ser consciente de lo que se está haciendo o imaginar lo que va a suceder son estimulantes más potentes que el mejor fármaco; así mismo, el estrés, la hipócrita moral religiosa, la baja autoestima y cualquier otro problema o preocupación pueden provocarnos todo tipo de disfunciones y sumirnos en la más horrible impotencia sexual.  Por eso, como para mí es normal -y preferible- el sexo con dos hombres que con uno, considero un revolcón la forma lógica de terminar una noche de fiesta, no necesito saber el nombre de un tío que me calienta para acostarme con él y nunca dejo de chupar una polla que a continuación pienso meterme, en ocasiones se me pasa disfrutar de cosas tan sencillas como un intercambio de miradas en el súper (sin tener que ir a pedirle el teléfono) o un buen beso (sin la necesidad de acabar con la boca llena de leche) -pero qué desperdicio, jajaja-.

En aquella época vivía yo en La Barceloneta, antiguo barrio pesquero de Barcelona que guardo en mi memoria con mucho cariño.  Tiempo atrás había entablado amistad con L., un bombonazo argentino que resultó ser yo, pero sin tetas y con polla.  Desde el día que nos conocimos follábamos como locos, aquí y allá, bebíamos hasta perder el sentido, deambulábamos los fines de semana por la ciudad -causando problemas alguna que otra vez-...  Nos contábamos nuestras aventuras, nuestros garches (así se refería a nuestros ligues sexuales), extrañábamos juntos a nuestras familias y amigos (él también estaba solo)...  Ninguno de los dos dábamos importancia a cosas superficiales como la estética o las pertenencias y, si la fiesta se prolongaba o se trasladaba a cien kilómetros, no sufríamos por tirarnos dos días sin ducharnos o sin cambiarnos la ropa.  En definitiva, éramos como hermanos, pero al estilo Calígula.

Muchas mañanas de domingo me despertaba con un mensaje de texto (nunca tocaba al portero por si yo estaba acompañada), casi siempre pidiéndome asilo para descansar después de haber huído sigilosamente de la casa de alguna chica con la que hubiera pasado la noche.  Otras, me proponía un plan que solía incluir algún tipo de autoagresión física (alcohol, drogas, sexo, mar y sol, excursión... cualquiera de estas opciones, pero en exceso).  Pues eso, que sonó el móvil sobre las once y esto fue lo que leí: "Rubia, tengo una pepa, ¿vamos a flashear por ahí?  Estoy en la playa".  Pepa quiere decir tripi; flashear, flipar y la Rubia soy yo.  Me bautizó así la noche que nos conocimos, alegando que no se podía acordar del nombre de todas las tías con las que se acostaba. 
-Te entiendo, yo ni me acuerdo de la cara de un montón de pibes que me trinché, jajaja- respondí alegre porque, al fin, había dado con alguien que, no sólo no me juzbaba y me comprendía, sino que le pasaba lo mismo que a mí.  Y, desde entonces, "la Rubia" me quedé para L. y para muchísima otra gente que conocí después, si es que él era quien nos presentaba.

"Ok.  Tengo que vestirme.  Sube si quieres mear o comer algo".  Así lo hizo.  Se lavó los dientes utilizando el dedo a modo de cepillo, picamos pan con queso para preparar el estómago y abrimos dos cervezas.  Extrajo de la cartera un papel de fumar doblado, lo abrió y cogió un cartoncito muy pequeño.
-Sólo tengo media, pero con un cuarto para cada uno estará bien.  Lo dividió en dos, se metió en la boca el trozo que había resultado más grande (al fin y al cabo, él era mucho más alto y pesado que yo) y me dio mi parte.  Yo también me lo metí en la boca, lo humedecí y luego me lo coloqué dentro del párpado inferior del ojo derecho.  L. me explicó una vez que esa era la forma más yonki de consumir el tripi, pero a mí me resulta considerablemente más cómodo.  Si me lo dejo en la boca, al estilo tradicinal, entre la mejilla y la encía, corro el riesgo de tragármelo al beber cerveza.  Lo bueno de ponérmelo en el ojo es que puedo alargar el proceso de absorción; lo malo, que con la borrachera (lo que el pan -y su ingrediente básico, el trigo- es a la dieta meditérránea, lo es la cerveza -y su ingrediente básico, la cebada- a la mía: la tomo con todo) y el efecto del propio ácido, muchas veces me quedo dormida sin quitármelo y, al otro día, tengo el globo ocular rrrrrrrrrrressssssseco y con unos derrames que asusta.

-¿A dónde podemos ir?  A algún sitio loco...
-No sé...  ¿Al Parque Güel?- propuse mientras nos dirigíamos a la parada de metro.
-Uh, buenísimo.  Espero que no haya muchos turistas, como es domingo...

Cogimos la línea cuatro (la amarilla) y fuimos hasta la parada Paseo de Gracia; ahí, cambiamos a la línea tres (la verde) y seguimos hasta Vallcarca.  El día era ideal para flipar al aire libre: estaba despejado, la atmósfera limpia y la temperatura era suave.  En el parque se mezclaban los aromas, los colores, el canto de los pájaros, la brisa silbando entre los árboles...  Bueno, a lo mejor es sólo que el tripi estaba buenísimo, jajaja.  Íbamos mirando todo como dos niños chicos, quedándonos embobados con cada detalle, agachándonos para observar a las hormigas transportando alimento (aunque daban un poco de miedo con esa organización tan infalible), fijándonos en lo bien hechas que estaban las flores y sorprendidos por lo rara que era toda la gente que paseaba por allí -sí, definitivamente, el tripi estaba haciendo efecto, porque no podía ser coincidencia que todas las personas con cara Leslie Nielsen se hubieran puesto de acuerdo para ir ese día al Parque Güell, jajaja-.  Pasamos delante de una señora china que tocaba un instrumento de cuerda que no conocíamos.  Nos paramos para permitir que la música nos invadiera.  Cerré los ojos y lo demás vino solo: sentía los acordes rebotando en mi piel, penetrando mis oídos, colocándose en mi torrente sanguíneo para recorrer todo mi cuerpo.  Las melodías se hinchaban en colores en mi cerebro, colores que crecían y se encogían, que parpadeaban y danzaban.  El corazón había abandonado su ritmo natural para dejarse marcar por los nuevos sonidos.  Volví a abrir los ojos y vi cómo los dedos de la señora china se alargaban hasta llegar a mí, se pegaban en las partes descubiertas de mis brazos y mis muslos como electrodos y, al  empezar a mover las manos como una directora de orquesta, mi carne interpretó la pieza más hermosa que jamás había escuchado, o pensado, o sentido...

-Rubi...  ¡Che, Rubita!  ¿Estás flasheando?  Mirá que a la nachi no le cabe que la mirés así...- dijo L. dándome codazos.
-Joder, ¡capullo!  Era tan guay...  Y todo huele tan bien...  Seguro que la tierra sabe a vida-.  Sí, la verdad que ese tripi estaba muuuuuuuuuuuuy rico y yo estaba colgadísima, jajajaja.  L., al escuchar mis palabras, vio su oportunidad.  Bromista innato -o nato, que es lo mismo; curiosidades de la lengua-, había encontrado en mí un blanco perfecto (y no sólo para enlecharme).  Vivir y manejarme siempre sola me enseñó a desconfiar de cualquiera.  Sin embargo, una vez que entablo cierta amistad con alguien (o si existe relación de parentesco), mi cerebro rechaza automáticamente la opción de que se burlen o quieran aprovecharse de mí.  Y al observar que la flipada que llevaba multiplicaba mi credulidad por mil, no desaprovechó la coyuntura.
-Sabés que estas paredes de colores son de golosina, ¿no?-, no sé cómo el hijo de perra consigue hacerme siempre cosas así, sin reírse.  Desconfié, pero demasiado poco.  Bebí un trago de la birra, que ya estaba caliente, y pregunté:
-¿En serio?
-Sí, sí.  Dale, probalo.  Está buenísimo.
Yo sólo veía a Leslie Nielsen en el cuerpo de L. invitándome a probar de una inmensa golosina, ¡¡¡TODO UN PARQUE HECHO DE GOLOSINA!!!  Y, a pesar de que no soy muy dulcera, la tentación era superior a mis fuerzas.
-¿Seguro?  No te burlas de mí, ¿no?
-Dale, Rubita, ¿cuando me burlé yo de vos?  Probá, está bueníiiiiiiisima.

¡¡¡¡SIIIIIIIIIIIIIII, LO PROBEEEEEEEEEEEEE!!!!  ¡¡¡¡LAMI UNA PUTA PARED JEDIONDA DE AZULEJOS DEL PARQUE GÜELL!!!!  Y no, no me supo a golosina.  Cuán caprichosas son las drogas a la hora de administrar sus efectos: puedes estar rodeada por cientos de Leslies Nielsens, descubrir el plan secreto de las hormigas para conquistar el mundo y conseguir que una china saque música de ti como si fueras el instrumento más sofisticado, pero luego chupas una pared y no te sabe a nada especial.  Y L. no podía parar de reírse, reía, reía, se doblaba y seguía riéndose.  A mí me daba igual, la verdad, no entendía mucho, pero tenía la impresión de que algunas personas nos miraban.
-¡JAJAJAJAJAJA! ¡AY, RUBIA, QUÉ MONGA SOS!  Vámonos y te invito a otra birra, jajajaja.
-Que te den.  Una que esté fría.

A mí lo de chupar la pared me había abierto el apetito, así que pillamos unas latas y unos bocadillos que nos costaron un ojo de la cara (el del cuarto de tripi no, por ese nos tendrían que haber dado unos helados también).  Haber esperado a salir del parque para comprarlos no había servido de nada, todas las calles cercanas también aprovechan el tirón  y ponen precios para turistas, aunque el negocio sea una ventita de mierda con folios pegados en las ventanas anunciando sus productos ortográficamente incorrectos.  Subimos al metro y decidimos que, puestos a flipar, podíamos visitar también la Sagrada Familia.  Fuimos hasta Diagonal en la línea tres y ahí cambiamos a la línea cinco (la azul).  Dos paradas más y bajamos, pero no duramos mucho en la calle, hacía demasiado calor, estaba todo lleno de gente y era imposible conseguir un murito a la sombra para sentarse.

-Uf, ¿por qué no vamos al barrio y bajamos a la playa o algo?  Me estoy guisando.
-Sí, mejor, que ya estoy empezando a chivar- respondió L. oliéndose el sobaco.
Volvimos a la parada de metro y, al entrar, nos dimos cuenta de que estaba extrañamente vacía, para ser domingo y para ser esa hora.  Nos sentamos a esperar, miré el cartel que indica el tiempo que tarda en entrar el próximo metro y refunfuñé:
-¡Joder!  Faltan siete minutos.  Bueno, por lo menos se está fresquito.

Y entonces, pasó algo que, después de los años, sigo recordando como si hubiera sido ayer.  Aparecieron en el andén tres señoras rusas (sé que lo eran por la pequeña guía que consultaban).  De cuarenta y cinco para arriba, altas, elegantísimas, hermosas y sofocadas por el calor.  Se sentaron a unos metros de nosotros y una empezó a quejarse de que le dolían los pies (yo no entiendo ruso, pero ponía cara de dolor mientras se los tocaba, y si estaban recorriendo los sitios emblemáticos, no hay que ser muy listo para atar cabos).  No podía dejar de mirarla, era guapísima, con la piel blanca propia de su región y el rosado subido por las altas temperaturas.  Llevaba el pelo corto, teñido de rojo pero muy natural.  Ojos verdes...  Guapísima.  Vestía un traje de chaqueta blanco con finas rayas negras atravesándolo verticalmente.  Las gotas de sudor le brotaban de la cara, el cuello, el pecho...  Nosotros y ellas intercambiamos miradas y saludos de cortesía.
-Mirá las veteranas, qué lindas- dijo L. por lo bajini, mientras les sonreía.  Ellas nos hicieron gestos para indicarnos que estaban cansadísimas y aturdidas por el calor.  Dios, qué mujeres.  Y, de repente, la pelirroja lo hizo: cruzó la pierna izquierda sobre la derecha, remangó la pernera, tiró de la cremallera que recorría la altísima caña de su bota negra y, con sumo cuidado, la sujetó por la punta con la mano izquierda y por el imposible tacón con la derecha para liberar, al fin, su mortificado pie, envuelto en una media, negra también, que se me antojó la prenda con más suerte del mundo.

¡¡¡DIOSSSSSSSSSSSSSS!!!  Sentí que me moría.  El aroma de su pie vino arrastrado por la corriente del túnel, tentó a mi nariz, rodeó mi cuello, acarició mis pechos y se deslizó hasta mis muslos, sorteando la minifalda vaquera, las bragas, y consiguiendo que me mojara en cuestión de segundos.  Me levanté.
-¿Qué hacés?
-Voy a darle un masaje.
-¿Qué?

Le indiqué mediante gestos que si me permitía masajearla.  Ellas flipaban, pero la pelirroja no se negó.  Clavé la rodilla izquierda en el suelo y dejé la otra pierna flexionada para poder acomodar ahí su pie.  Lo agarré suavemente.  Estaba caliente, muy caliente.  El contacto de la media negra con las yemas de mis dedos fue pura electricidad.  Los cinco estábamos callados, expectantes, el ambiente era tenso, pero no una tensión incómoda.  Mi minifalda se recogía hacia arriba y sé que se me veían las bragas, sé que ella las miraba, y también que me miraba a por encima del escote las tetas, apretadas por la postura de los brazos.  A través de las mínimas perforaciones de la tela de las medias se escapaba la esencia de su pie, un olor dulce y húmedo, olor a sexo.  Era fascinante.  Yo estaba hipnotizada, masajeándola, sin apartar la vista de sus perfectos dedos con las uñas pintadas de rojo.  Se relajó, acomodó la espalda en la pared, alzó la cabeza, cerró los ojos y empezó a emitir tímidos gemidos de placer.  BRRRRRRRRRRRRR, ME PUSE BERRACAAAAA.  Me daba igual que me estuvieran observando, acerqué un poco más mi cara, quería sentirlo cerca, quería saborear ese olor que me estaba enloqueciendo, quería lamerle el pie desde el talón hasta los dedos, metérmelo en la boca, mordisquearlo, pasármelo por la cara...  Quería desnudarla ahí mismo y descubrir su cuerpo de mujer madura, tibio, relajado, hermoso, experimentado...  Quería comérmela entera, chuparla, sorberla...

¡¡¡¡PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII!!!!  "Mierda, el metro".  El puto metro me arrancó literalmente del paraíso.  Todos nos sobresaltamos, parecía que hubieran pasado horas.  Y ella parecía que había sentido todo lo que yo deseé, lucía satisfecha.  Se colocó la bota como avergonzada, como si supiera lo que había pasado entre ambas en mi cabeza, como si todos lo supieran.  Sé que entré, me senté y, cuando quise darme cuenta, se estaban bajando en la siguiente parada.  

No dejé de olerme las manos en todo el día, esperando en vano que volviera.  La verdad, sigo esperándola...














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